Este es un artículo que escribí hará unos cinco años. Espero que les guste.
Por Gabriel Coronado Estrada
Hace no mucho, tuve que realizar un viaje de trabajo a la hermosa ciudad de Guadalajara, Jalisco. Mi empresa dispuso amablemente que me alojara en un hotel, que digo hotel ¡un hotelazo! “Bien-me dije-más merezco, pero con esto me conformo...” y pasé unos días de trabajo intenso que se vieron coronados por mi estancia en el lujoso hotel.
Trabajé por una semana y sucedió que el último día, dejé la habitación temprano y encargué mi maleta en la bodega que en recepción tienen para tal efecto. Como mi lugar de trabajo me quedaba cerca, planeé irme a trabajar, y al salir, de camino al aeropuerto, pasar por mi maleta. “Okey” me dijo el botones, que por lo visto hablaba inglés. Con acento de Zapopan, pero inglés al fin y al cabo.
Me fui pues ,y trabajé todo el día. Al terminar, hice una muy buena comida y hasta conseguí un aventón por parte de una colega que se dirigía al rumbo del aeropuerto. “Gracias” -le dije- “nada más déjeme pasar por mi maleta aquí al hotel tal” “¿Al hotel ‘tal’? “ -dijo ella- “¡Qué padre!”. “Pues sí, está muy padre “ dije yo.
Dicho y hecho, pasamos al hotel “tal”. Me dirigí con mi boletito en mano al botones bilingüe, quien lo tomó con mucha ceremonia. Con su uniforme de lujo, bien peinadito y tan educado, cualquiera hubiera dicho que estaba recibiendo la llave que abre la caja fuerte en donde se guardan las joyas del Imperio Británico; parecía que iba a sacar la corona real y no mi maleta de viaje, que por cierto ya estaba medio perjudicada.
El joven se metió en la bodeguita. Después de lo que me pareció un tiempo demasiado largo, salió , se me quedó viendo como quien ve a un aparecido y luego sonrió. Yo sin saber muy bien por qué, le sonreí a mi vez. Luego, él volteó a todas partes, y se quedó viendo los candiles del techo como si fuera la primera vez que los veía en su vida. Yo también volteé, pensando por un momento que se nos venía alguno encima, pero afortunadamente no fue así.
Después de unos momentos, el joven me miró nuevamente. Nueva sonrisa y vuelta al cuartito. Nueva salida, y otra revisión de los candiles. Después suspiró y tomando valor, se dirigió a mi.
-Estee...usted quiere su maleta ¿verdad?
-¡Claro! –dije yo con sorpresa por lo extraño de la pregunta.
-Y la quiere ahorita ¿verdad?
-Pues... sí, por supuesto...
- Ajá. ¡Fíjese nomás...!
Luego de este curioso diálogo, el elegante botones caminó un poco y anotó algo en una libretota que estaba en un mostrador –yo creo que era el promedio de carreras limpias de los Charros de Jalisco- y la revisó una y otra vez, mientras me dirigía nerviosas miradas. Yo, con el optimismo que me caracteriza, llegué a pensar por un momento que me había ganado el premio al cliente del año y que me iba a dar una artesanía de Tlaquepaque o algo así. Pero al ver que se retorcía las manos y no me decía nada, sospeché que pasaba algo muy gordo, sospecha que creció cuando el nervioso empleado tomó el teléfono y murmuró algo.
-¿Hay algún problema, joven?-dije ya con un poco de nerviosismo.
-Esteee, ¡no...! Bueno, sí, este...¡es que no encontramos su maleta...!
-¿Qué? Digo, ¡¿QUÉ?! ¿Pero cómo es posible...?
Ya se imaginarán cómo me puse. Dije muchas cosas, pero mi argumento principal siempre giró en torno a la creatividad demostrada por empleados capaces de perder una maleta no en un viaje a Houston por avión o por lo menos a San Juanito Chipitongo en un autobús de pasajeros, ¡sino en un cuartito en donde todo lo que tenían que hacer era colocarla en un hueco y cerrar la puerta!
En esto llegó un señor tan distinguido que podría pasar por un descendiente directo de Maximiliano de Habsburgo o por un primo perdido del príncipe de Gales, pero que resultó ser el gerente del hotel, quien me explicó que “por un error imperdonable” le dieron por error mi maleta a una pareja de extranjeros y que para esas horas debía de estar en Falfurrias Texas, que los disculpara, etc.
Por fin medio me calmé, pero no podía creer que en un hotel de esa categoría cometieran errores tan grandes.
-¿Y si se pierde una maleta ustedes pagan las cosas de valor que traiga?-grité.
-¿Trae usted cosas de valor?
-No...
-Entonces ¿por qué pregunta?
-¡Ah! Pero ¿y qué tal si trajera?
-Pero no trae.
-Pero ¿y si trajera...?
Total, que para no hacerla más cansada, les cuento que me regresé a México sin mi maleta. Me la enviaron a mi domicilio dos días después aplastada y sucia aunque más paseada que yo (esperaba de perdida una noche gratis, pero ni eso).
Por supuesto, llegando a la empresa el lunes, me puse a contarle mis quejas a cuantos se atrevieron a preguntarme cómo me había ido en Guadalajara: “Pero cómo es posible...” etc.
Yo no me había dado cuenta de cómo me escuchaba de quejumbroso, hasta que unas dos semanas después, un compañero de otra área me preguntó cortésmente sobre mi estancia en Guadalajara. Por supuesto, empecé nuevamente con el cuento de la maleta y todo lo demás. En eso estaba, cuando Luis Ángel, un sabio compañero regiomontano que estaba escuchando todo, intervino en la plática y me dijo de buenas a primeras con su franqueza norteña: “¡Ya pues, hombre...!”
“¿Perdón?” dije con sorpresa al ver interrumpido mi relato en lo más sabroso. “Sí, caray” me dijo él “¡ah cómo te gusta darle vueltas a las cosas! ¡ya tienes la maleta, ya hasta te vas a volver a ir, y sigues dale y dale con lo mismo...¡ya deja eso, caray!”
Algo en su manera de decirme esto me puso a pensar. ¡Tenía razón! El incidente que viví era una tontería. “Vamos a ver” me dije “pasé cinco días en Guadalajara en un hotel de lujo; comí excelentemente, conocí gente a todo dar, trabajé en lo que me gusta, incluso la gente del hotel me trató bien todo el tiempo. ¡Pero todo lo que recuerdo y platico es que me perdieron una maleta que ya recuperé...!
Recuerdo esta anécdota porque me ayuda a reflexionar en cómo de verdad muchas veces nos encanta estarle “dando vueltas” a las cosas, incluso aunque nos hayan pasado hace mucho tiempo. Pero ahí estamos, gozándonos en esa extraña forma de castigo.
Los expertos llaman a esto “resonancia”. Y puede volverse un defecto muy fuerte. La gente que más hace esto, es la que se la pasa recordando viejos agravios: Que si su papá no le compraba no sé qué, que si su novio de la secundaria era no sé cómo, que la vez que le hicieron, que le dijeron, ¡aj!
Con esta tendencia alimentamos el rencor. Es evidente que a personas que así actúan les es difícil perdonar. ¡Pues cómo, si cada día recuerdan todo lo que han sufrido!
¡Qué ganas de sufrir! ¿no? ¡qué ganas de amargarnos la vida! Y de paso se las amargamos a los demás. Y nos alejamos de la gente positiva, pues tales personas tienen una constante: son enemigas de quejarse todo el tiempo...y por lo mismo, tienden a alejarse de los quejumbrosos.
Pero además de todo nos hacemos infelices solos. Por ejemplo se ha encontrado que muchas depresiones tienen su origen en que tenemos demasiado tiempo para pensar; y es que cuando tenemos tiempo de pensar de más, por alguna razón tendemos a recordar lo malo. Esta es una tendencia natural. Tome usted una servileta blanca y dibújele un punto negro en el medio. Luego muéstresela a alguien y pregúntele qué es lo que ve. La gran mayoría dirá: “Un punto negro”. Casi nadie dirá “Una servilleta blanca con un puntito”.
Pero esto no tiene que ser así. Yo le recomiendo que la siguiente vez que se encuentre usted “dándole vueltas a las cosas” se diga a sí mismo: “¡Ya pues!” (aunque no es necesario que lo haga con acento norteño)
“La felicidad está en todas partes; sólo hace falta buscarla”
Madre Teresa de Calcuta
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