lunes, 31 de mayo de 2010

Y No Vayas a Rajar...-Crónica de mi secuestro exprés

Y NO VAYAS A RAJAR, PORQUE TE VA PEOR

Por Gabriel Coronado

Ciudad de México. Agosto de 2003. Junto con Juanes, Luis Miguel y los concursos de “Big Bobos” (o algo así), los secuestros express son la moda en México. Una modalidad de ellos consiste en tomar al rehén y pasearlo durante un rato por la ciudad o sus alrededores mientras es despojado de sus tarjetas bancarias, su dinero y otras cosas que pudiera traer consigo, incluyendo su reloj y su fe en la humanidad. Existe una gran variedad de alternativas. A mí me fue reservada la de “El Taxi”.

Eso me pasa por bocón. Por años había aconsejado a todo aquél que se me pusiera enfrente, tener precauciones lógicas; “no camines en el sentido del tránsito cuando salgas de un banco” ; “no salgas con dinero en efectivo”; “no salgas solo. Ni acompañado. Es más, no salgas...”


Pero yo sí salí. Tenía que hacerlo, pues debía salir a ganarme el sustento (por mi gusto yo me quedaría en mi casa, pero mi jefe se pone pesado e insiste en que me paga por presentarme a trabajar). Como se me hacía tarde, decidí abordar un taxi, en vez de pasar por todo el proceso que implica sacar el coche de un garage en una calle atestada de neuróticos matutinos, recibir insultos, esperar a poder pasar, etc. . Así pues, salí veloz cual político en campaña y me subí a un taxi, aun cuando noté que tenía los vidrios polarizados, recurso que, me enteraría después, es muy socorrido para secuestrar incautos.

-¿A dónde lo llevo, joven?

-Voy hasta Churubusco, fíjese nomás. ¡Y con el tráfico que hay! ¡qué barbaridad! ¡ah! ¿se va a dar la vuelta por aquí? Pues sí. Quizá sea lo mejor. Es que luego por acá no salimos bien, con eso de que hay tantos colegios en Lindavista. ¡Ah! Mire, si se puede ir por...¡ándele usted sí sabe! Esta es la mejor ruta. ¡Nombre! Si nada más para llegar a Insurgentes el otro día me tardé quince minutos. Antes yo trabajaba hasta Santa Fe, imagínese. Un día en que iba yo para allá, me pasó algo muy chistoso, iba yo...


Pero justo en ese momento me vi interrumpido por el sorpresivo abordaje de dos delincuentes que para más señas, tenían cara de delincuentes. Al menos tengo el consuelo de que el méndigo chofer, que era cómplice, siempre se quedará con la horrible duda de cuál era el final de la anécdota que le iba yo a contar.


Los dos malvivientes se sentaron uno a cada lado mío aprisionándome con sus corpachones.

-¡Tranquilízate, Güero! Si no te va a pasar nada; tú nomás relájate...

Que me relajara, claro. Un muy buen consejo. ¡No, si casi podría decir que la voz de aquél sujeto fue como un bálsamo para mis nervios! No sé cómo no lo grabé para escucharlo en mis noches de insomnio ¡relájate! ¡sí cómo no...!
Después del estúpido comentario, el gañán procedió a explicarme el procedimiento del asalto con una precisión y en un tono de voz que revelaban conocimiento y profesionalismo. Me parecía estar frente a un guía de Epcot Center. Casi podía imaginármelo tomando un curso de capacitación para rateros:


El instructor:-...y sobre todo, asegúrense de que el cliente conozca y entienda bien las instrucciones. De ello depende en gran medida el éxito del proceso. Especifíquenle pues muy bien los pasos y los derechos que adquiere como asaltado.

El aspirante a ratero:- ¿y si la víc...que diga, el cliente se pone pesado?

El instructor:- ¡Ah bueno! Eso lo van a ver en el módulo de Armas y Herramientas, pero yo creo que con un buen zape tiene. ¿Alguna otra pregunta...?

Por lo que pude notar, el ratero que me tocó en suerte debió de haber aprovechado muy bien el curso, pues me explicó perfectamente lo que íbamos a hacer, cómo y en qué orden hurgarían mis cosas y luego mi persona, el tiempo aproximado que duraría el asalto y por qué me convenía quedarme callado y mantener la vista al frente con los ojos cerrados (lo cual me pareció una tontería, pues no podía tener, con los ojos cerrados, la vista hacia el frente ni hacia algún otro lado, pero mejor no dije nada).

Como suele suceder ante lo inesperado, fue después del impacto inicial, que me di cuenta de cuál era mi situación: ¡ME ESTABAN ASALTANDO! Muchas posibilidades de acción acudieron entonces a mi mente . Posibilidades que iban desde salir despavorido del vehículo dando alaridos, hasta desmayarme en los brazos de mis agresores. Pero después de considerar las consecuencias de cada alternativa, opté por mejor cerrar los ojos y cooperar.

Dije más arriba que el chofer estaba en contubernio con los asaltantes que se subieron al vehículo. Esto lo deduje gracias a mi naturaleza especialmente perspicaz y a mi ojo bien entrenado. Claro que también ayudó, el hecho de que vinieran platicando entre ellos...

-Ton’s qué pinch’ patotas ¿vasir?
-No, uei
-¡Ohhh! ¿por qué no uei?
-Nooo pus’ ora sí que ps’ luego te digo ¿no? es que luego a quién le encargo el negocio…
-¡Oh! ¿ya ves? No seas nena…


Y así iban transcurriendo los minutos mientras nos desplazábamos lentamente por entre el denso tráfico matutino. Iban tan relajados platicando, que hasta me quitaron de la mente el hecho de que estaba yo en medio de un secuestro. Por momentos me parecía estar viviendo una situación normal, como si se tratara de un tour compartido con gente desconocida. Casi le pregunto al patotas por qué no le dejaba el negocio a un cuate y por poco me ofrezco a cuidárselo yo mismo. Si no lo hice, fue porque me di cuenta de que mi intervención habría sido poco oportuna, por varias razones: a) Se trataba de una conversación privada b) En realidad no tenía yo mucho de conocer al Patotas y c) Me estaban hurgando las bolsas traseras del pantalón.

-Tranquilo, güero, nomás te vamos a sacar la cartera…me dijo el Patotas
-El dinero lo traigo en …
-¡Oooh! Tú tranquilo. Al final lo vamos a encontrar. Tú relájate..
-Vas bien ¿eh güero? ‘tas coperando bien. Si sigues así, me cái que no te madreamos.

Ahora estaban revisando mi portafolios.

-¿...Y estas películas qué onda? Preguntó el Chiricuas
-Son para unos cursos que voy a impartir.
-¿Cursos? ¿cursos de qué?
-De capacitación a empresas. A eso me dedico, soy consultor…
-¿Cómo consultor…?
-Bueno, instructor. Voy a empresas diferentes y les imparto cursos…
-Ta’ chiro. ¿Y les pones películas?
-Sí…

El Patotas me había quitado mientras tanto mi reloj y ahora hurgaba también en mi saco. Iba sacando monedas, mi pluma, mis llaves (¡que no se las quede, por favor!) mientras yo trataba de recordar la oración completa al ángel de la guarda, esperando que mi ángel se mostrara más competente que los de la familia Kennedy...

En eso, el Patotas me espetó:

-Qué ¿no tráis celular?
-¡Huy! Si les cuento, se van a reír. Me lo robaron.
-¿Cómo que te lo robaron? ¿dónde?
-En un avión. Lo dejé en mi chamarra, adentro del compartimiento de equipaje. Cuando bajé del avión y me la puse, ya no estaba el celular.
-¿Y no se habrá caído de la chamarra?
-Lo mismo me dijo la sobrecargo, pero yo lo traía en una bolsa con cierre.
-¿Osea que te lo bajaron en el avión?. Chaaale...si te digo que luego la gente...¡hijo ma’ ¿cómo ves Chiricuas? Es que de veras que ya, ¡no mano! ¡hay qué cuidarse!
-¿Sí, verdad?- dije yo.


El Patotas se oía verdaderamente decepcionado de la naturaleza humana. Más lo hubiera estado si hubiera sabido que, por razones que se me escapan, me inventé de momento la historia del celular. En realidad lo había dejado en la casa. No lo saqué del engaño para no preocuparle más por la pérdida de valores en nuestra sociedad. Además, mi improvisación había creado un interesante efecto de silencio que me gustó. Los tres gañanes estaban meditabundos. “Ya no se puede confiar en nadie” parecían pensar.


El tiempo siguió avanzando, cosa que, por otra parte, siempre hace el tiempo. No me impactaba esto por sí mismo, sino por el hecho de que se me estaba haciendo cada vez más tarde para llegar a mi trabajo.


Es curioso ver cómo funciona la mente en algunas situaciones extremas: aunque en un principio temí por mi vida, y por la impresión que se habría llevado Mague, mi esposa, cuando le reportaran que me habían encontrado tirado sin vida en una lejana propiedad privada en el estado de Hidalgo –y sin tener permiso de acampar ahí- , pero conforme fue pasando el rato mis preocupaciones cambiaron; ahora desesperaba de llegar a tiempo a cumplir mis obligaciones.

Mi ansia iba en aumento. La responsabilidad me ganaba (y no otra cosa, como yo me hubiera imaginado). Esto fue notado por el Chiricuas, que volvió a entablar plática conmigo:

-Qué. ¿´stás nervioso güero? Si ya te dijimos que nomás vamos a pasar aquí al cajero.
-No, lo que me apura es que no voy a llegar a la chamba...
-¿Pus’ a qué horas entras?
-¡Entraba! (risas) a las ocho ¿qué hora tienen?
-No traigo reloj...
-¡Cómo no! el mío.
-¡Ah de veras! (...) ta’ chiro tu reloj. ¿Hasta dónde vas?
-Hasta Churubusco.
-No ps’ ya valiste, hijo. Ya son diez para las ocho y andamos rete-lejos.


En ese momento fuimos disminuyendo la velocidad paulatinamente. Ahora fue el turno del Patotas.


-Aver óra sí, danos tus claves de las tarjetas. Pero de veras ¿eh? Nomás...
-¡NOMÁS NO SON! –interrumpió el Chiricuas- ¡Y me cái que te chingamos, cabrón!
-Ya bájate, uei - terció el chofer.
-¡Aguántame! ¡Me cái, cá , que si te pasamos a chingar! ¡MÁS TE VALE QUE SÍ SEA EL NÚMERO ¿EH? ¿EH?

El Chiricuas había adoptado, como un actor que ya ha entrado plenamente en el papel, una actitud fiera y desequilibrada, que le pareció evidentemente más acorde para el momento. Parecía haber recordado que tenía que mostrarse intimidante en aquel punto del proceso. -Otra vez el curso para rateros, me dije. - “Para evitar re trabajos, asegúrense de mostrar una actitud agresiva, como de loco peligroso. Así, muy bien alumno Chiricuas, tiene usted un punto más para el examen...”


-El número es 5586 – dije lo más tranquilamente que me fue posible, considerando que me venían clavando un desarmador en las costillas.
-¿Ese de cuál es?
-De las dos.
-¿De cuál?
-¡De las dos! Es el mismo número de las dos tarjetas...
-¡Órale!. Nomás no es...
-Te friegas, cá - terció el Patotas
-Claro que sí es, hombre – dije con firmeza, aunque se me fue un gallo.


Sentí cómo el automóvil se detuvo con un violento frenazo. Se abrió y se cerró violentamente la portezuela. El Chiricuas se había bajado. Empezamos a movernos, y en eso el Patotas gritó.

-¡PÉRATE! ¡aguanta calor...!
-¿QUÉ PASÓ? -Gritó el que iba al volante.

Movimientos impetuosos y desordenados. Yo me estremecí, lo confieso. Imaginé un encuentro con un escuadrón antiasaltos fuertemente armado. ¿Y si me dan varios balazos? ¿O aunque sea uno? ¿y si me toman de rehén en su loca huída? ¿y si...?


Se abrió violentamente la portezuela. Yo habría cerrado los ojos, si no los hubiera ya tenido cerrados, esperando lo peor. Escuché la respiración acelerada del Chiricuas que soltó violentamente:


-¿CUÁL DIJISTES QUE ERA EL NÚMERO, GÜERO...?
-¡Ah cómo eres güey! ¡te digo! Le dijo el Patotas.
-Cincuenta y cinco ochenta y seis. Cinco, cinco, ocho, seis. ¿Qué no sirvió? –dije aparentando calma.
-¡No sé!, es que se me olvidó...
-Anótatelo en la mano- le dije
-Es que no traigo pluma...

Yo alcé mentalmente los ojos al cielo.

-Cómo no, me acaban de quitar dos.
-¡Ah, pos´de veras! A ver: cincuenta-y cinco ochenta-y- seis.
-¡Apúrate, cá!-dijo el Patotas
-Ya, ya va...


Ya de por sí es molesto verse robado, pero además es humillante que nos robe un idiota incapaz de recordar cuatro simples numeritos. No imagino qué habría hecho este imbécil si hubiera tenido yo tres tarjetas con otros tantos números confidenciales. Se ve que no le llegaba agua al tinaco.

Se volvió a escuchar la portezuela cerrarse y volvimos a arrancar. Nos metimos de nuevo al desesperante tráfico matutino. A mí no dejaba de asombrarme notar cómo podíamos andar en plena calle en aquella situación; yo con los ojos cerrados, con una banda a bordo asaltándome y sin que nadie lo notara. Pero en la Ciudad de México ya nadie se asombra de nada. Supongo que sólo habríamos llamado la atención si quien hubiera llevado los ojos cerrados hubiera sido el chofer. Pero creo que ni así. Hay que recordar que hemos sido gobernados en esa forma –con los ojos cerrados- por varias décadas.


Seguíamos avanzando penosamente. A mi alrededor llegaban los característicos sonidos del tránsito cargado. Los rateros por su parte, siguieron en amena conversación, acompañada con una horripilante música de “salsa” que imagino volveré a escuchar en el purgatorio. Según pude enterarme por la plática, el Patotas ya mero iba a acabar de pagar “la madre esa” y ya no quería comprar otra. No era negocio. El chofer trataba de convencerlo, pero seguían en un estira-y-afloja de negociaciones intensas.


A mí parecían ya ignorarme por completo, lo cual , debo confesarlo, me tenía un poco amoscado. Después de todo yo era la víctima y deberían haberme dedicado un poco más de atención; no en balde seguramente yo iba seguramente a financiar la “madre esa”. Pero después de esculcarme hasta los omóplatos, ya no parecía yo importarles en lo más mínimo. Seguramente no asistieron al módulo de Urbanidad y Buenas Maneras del curso. Un ratero más decente me hubiera preguntado qué música me gustaba o por lo menos le hubiera bajado al volumen a la radio...


Cuando en la propia radio hubieron pasado unas dos piezas digamos, musicales, aderezadas con interacciones culturales por parte del locutor con sus oyentes (¿cómo se oye la Zeta en la colonia La Marranera? -¡Salvajemente grupera! –¡Se ha ganado un bonito reloj despertador pa’ que no se me duerma!) , se escuchó el inconfundible sonido de un teléfono celular . Resultó ser el Chiricuas, que avisaba que ya había despachurrado con todo éxito mis tarjetas de crédito. Eso significaba que ya podían dejarme ir.

-¡‘Ora sí güero!. Ira, como te portastes derecho, te vamos a dejar ir y no te vamos a hacer nada. Pero óra sí que me vas a hacer caso ¿oyes?
-Sí.
-¿Oyes?
-Sí.
-Ta’ bien, ira: en donde te bajemos te vas a bajar tranquilo. Te vas a llevar tu portafolio y te bajas con la cabeza agachada y los ojos cerrados. Te vas’ir caminando por toda la calle. ¡Pero nomás volteas o corres o te pasas de lanza, sí te sonamos un plomazo!. ¿Oíste?
-Sí.
-¿OÍSTE?
-¡SÍ! (el que no parecía oír era él).


Siguieron dos o tres minutos de marcha, una o dos vueltas y...


-¡AQUÍ! ¡AQUÍ! ¡PÁRATE! ¡Órale pinche güero! Bájate sin abrir los ojos...
¡Agarra el portafolio!
-¿DÓNDE ESTÁ? ¡AUCH!
-¿No te digo? Ya te pegastes en el techo. ´Tas muy grandote, güey. ¡Fíjate! ¡Que agarres el portafolio!
-¡No lo veo! ¡Traigo los ojos cerrados!
-Los ojos cerr...¡ah de veras! Este...¡no! ¡entonces sí ábrelos, pero sin ver!
-¿???
-¡Cómo sin ver, inch’ patotas! – intervino el chofer.
-Bueno, ¡sin vernos a nosotros! ¡pero ya testás apurando! Agáchate. ¡BRÍNCATE!
-No cabe, güey. Hazte para acá...
-Apus’ sí. Sale. Ora sí. Sale güero, sin voltear ¿eh? ¡Luego la vemos!
Salí a trompicones. Ya sobre la banqueta, dudé entre despedirme de mano cortésmente, o sencillamente irme. Opté por lo segundo, aunque no sé si fue lo más correcto.


Caminé con la cabeza gacha, como americanista después de empatar. Iba pensando en lo que haría después y entonces caí en la cuenta de que ya me conocía perfectamente la rutina post-asalto. ¡Me la habían platicado tantas veces! No habían pasado más de ocho meses desde que a mi cuñada la habían paseado en su automóvil y la habían abandonado de igual forma. Lo mismo habían vivido mi padre, un amigo y dos compañeros del trabajo ¡uf! Por lo mismo sabía que era muy improbable que me dispararan mientras caminaba por aquella calle de barriada. De cualquier manera, me sentía bastante escamado.


No conté ni cincuenta pasos y retorné pausadamente hasta la bocacalle. “-Por lo menos no me quitaron los zapatos...” me dije y respiré aliviado y agradecido, como todos los que a diario sufren de este tipo de asaltos, por haber salido prácticamente ileso de la aventura.


No dejaba sin embargo, de sentir cierta morbosa emoción. ¡Había sido asaltado y vivía para contarlo!. Era una suerte de iniciación “¡La cara que van a poner en el trabajo cuando lo platique!”

Pero ni siquiera ese consuelo tuve: todos tenían alguna anécdota mejor y más peligrosa que contar al respecto. Ya fuera que les hubiera sucedido a ellos o a alguien muy cercano, había todo un catálogo de aventuras, que incluían golpes, ataduras, desapariciones, rescates impagables o sangre en abundancia.

Ni hablar, pues. La siguiente vez me voy a asegurar de que me den por lo menos un navajazo, o ya de perdida que me boten con el auto en marcha.

Digo, para que sea algo digno de contarse...

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