lunes, 31 de mayo de 2010

EL OMBLIGO DEL MUNDO

EL OMBLIGO DEL MUNDO
Por Gabriel Coronado Estrada

En cierto programa de radio que escuché hace unos días, entrevistaron a un hombre que había tratado de suicidarse. ¿Por qué el interés en él en particular? ¿es que se trataba de un caso especial por alguna razón? No. Fuera de lo obvio (su intento de suicidio), el tipo no tenía nada de interesante. De hecho, fue él quien pidió la entrevista.

El hombre se soltó quejándose de la vida tan dura que había tenido, de un accidente que sufrieron sus padres cuando él era niño, de cómo “nadie” le ayudó entonces, de cómo estaba enojado con Dios e iba a patear una iglesia cercana a su casa, y que, para colmo, ya adulto, su mejor amigo murió, cuando él menos se lo esperaba. En sus propias palabras, es una persona con muy pocos amigos ( y con ese carácter, a mi me sorprende que haya tenido alguno).

¿Sufre este hombre? ¡claro que sí! no es para menos. Cuando niño (tenía ocho años) queda huérfano de padre y prácticamente a cargo de una madre baldada, minusválida . Nuestras condolencias y compasión hacia esa familia y a aquél niñito no se hacen esperar. Sufrió algo tremendo, eso no está a discusión.

Pero no deja de llamar la atención que, cuarenta años después, este hombre siga aferrado a aquello; escuchándole hablar, uno termina con la impresión de que esta persona se siente muy especial por haber sufrido tanto; como que vivió algo por lo que todos deberíamos estar pendientes de él, compadecerle...y hasta entrevistarle por radio a nivel nacional. Un olorcito a egocentrismo se siente en el ambiente. Es decir, sufre porque quiere sufrir. Y su vida debe de ser un infierno, aún cuando sea construido por él mismo.

Curiosa actitud ¿verdad? Pero quienes más, quienes menos, caemos en lo mismo. Hay algo en la naturaleza humana que nos lleva a creernos “el ombligo del mundo”, a sentir que lo que vivimos es algo tan especial tan diferente, que de salir a la luz, se haría una película que olvídese usted de Sara García. “¡Es que tú no sabes lo que he sufrido yo!” es la frase favorita de este tipo de personas.

No, no lo sé. Pero ¿no todo el mundo sufre? ¿habrá algún adulto que no haya pasado un trago amargo en su vida? Estoy dispuesto a apostar a que no. Todo el mundo sufre; es algo inherente a esta vida. Claro, que a algunos les tocan situaciones más fuertes que a otras, y tampoco estoy diciendo que no debamos compadecer, entender o llorar por esas personas, acompañarlas en su dolor, e incluso-por supuesto- hacer algo para hacérselos más llevadero.

Pero por nuestra parte, dejemos de creernos “el ombligo del mundo”; dejemos de pensar que ya que tuvimos una situación dura , “diferente”, merecemos la compasión de todos; y por favor, dejemos de atosigar a otros con nuestras historias de infortunio., esperando la compasión y admiración. Lo cierto es que al actuar así nos hundimos mucho más.

Todo esto me recuerda que durante mi adolescencia, un grupo de amigos me invitó a ayudar a un par de jóvenes invidentes que se habían propuesto el encomiable objetivo de estudiar el bachillerato asistiendo a una preparatoria normal, es decir, sin facilidades especiales para ellos. Todo lo que había que hacer –que no era difícil- era acompañarles por algunas horas cada tantos días y leerles en voz alta para que pudieran estudiar, ayudarles a hacer la tarea, y en ocasiones servirles de lazarillo por las instalaciones de la preparatoria. “Pero- me advirtieron mis amigos- ten mucho cuidado con Pepe (uno de los dos invidentes); se hace la víctima, y con la cosa de que también es atleta, te va a querer “tocar la fibra” para que le hagas la tarea; se hace tonto, te despierta la compasión, y ya cuando acuerdas, ya estás haciendo todo tú, porque ¡pobrecito! Como es cieguito...”

Aquello me impactó. De inicio, pensé que mis amigos eran unos desalmados con el pobre Pepe; después de todo, tenía una desventaja, sufría mucho ¿qué me costaba ayudarle un poco más si así le quitaba un poco de presión en su vida tan dura...?

Pero ya cuando acordé, estaba cayendo en lo que me habían advertido: le hacía sus tareas, le escribía todo, mientras él cotorreaba de lo lindo en la cafetería o se pasaba la mañana en la pista... y no todo el tiempo entrenando. El buen Pepe tenía su numerito ¡tan bien ensayado! Sabía causar compasión.

Tuvo que venir el titular del programa para invidentes, un hombre muy inteligente, a hablar conmigo y abrirme los ojos. “No le haces ningún favor a Pepe sacándole las broncas” me dijo, “la vida va a ser dura con él, y si no se prepara, va a crecer con la idea errónea de que el mundo le debe algo por su condición. Y es que si te pones a pensar, todos podríamos decir lo mismo; a todos nos ha faltado algo. A mi me faltaron mis padres, a Enrique le faltó dinero y tiene que trabajar, a Liz se le murió su mamá hace dos años, el papá de Martín es alcohólico, Joaquín es demasiado bajito, etcétera. Es decir, si le buscas un poco, siempre puedes escoger alguna característica que te hace “especial” y por la cual debas pedir la compasión y ayuda de otros. Todos podríamos decir ‘soy demasiado esto, o aquello´ Pepe tiene desventajas, sí, pero parte del programa consiste en no dejarlo que se escude en ellas para no trabajar duro”.

Aquella fue una lección para mi. Era cierto. ¡Cuántas veces a esa edad me había yo mismo escudado en alguna supuesta desventaja o situación personal para llamar la atención hacia mi persona o bien para excusarme de algún trabajo fuerte! De ahí en adelante, procuré dejar de sentirme el ombligo del mundo, y caí en la cuenta de que mi vida, con todo lo importante que pueda ser, no es tan diferente de las de los demás, y que las cargas que debo soportar no son tan intensas como para creer que merezco la compasión y un trato especial.

No creo que en todos los casos, pero esta tendencia a sentirse la gran víctima y “olvidado de todos” es el origen no sólo de grandes depresiones, sino de muchos intentos de suicidio (por cierto, un especialista en estos temas me comentó que la mayoría de las personas que amagan con suicidarse y no lo hacen, solamente quieren llamar la atención; el que se va a suicidar, en la mayoría de los casos, se suicida y ya. No anda platicándolo a cada rato).

¿La receta perfecta para deprimirse, para amargarse la vida? Centrémonos en nosotros mismos, en nuestros problemas, en nuestros recuerdos y en nuestros dolores. En cambio, el método mejor para ser felices y plenos, es dejar de pensar y darle vueltas a las cosas, y dirigir nuestra atención a los problemas de los demás.
Estas son características típica de las personas realizadas y felices: piensan más en los demás que en ellas mismas, no se sienten tan especiales, y procuran no recordar agravios o sufrimientos pasados.

Si esto hiciéramos, en vez de andar por ahí quejándonos de nuestros infortunios, mucho mejor nos sentiríamos, y las personas no darían la vuelta al vernos venir.

¿Y qué sucedió con el señor de la entrevista radiofónica? Perdónenme ustedes, la verdad es que cambié de estación.

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